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Cine

La La Land

16-01-2017, 2:20:43 PM Por:
La La Land

La película de Damien Chazelle revitaliza el género musical y le ofrece a nuestra época su propio clásico.

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Puede que la característica distintiva más inmediata de La La La Land: Una historia de amor sea su atrevimiento. Resulta una verdadera osadía presentarse así en Hollywood en estos tiempos, desafiando al evangelio de la cartelera –y el modus operandi de los grandes estudios–, sin el apadrinamiento de éxitos preexistentes: no es secuela, precuela, spin-off, secuela espiritual, reboot, reinterpretación, adaptación de un bestseller o de una obra ya probada en Broadway. Además, es un musical de jazz, ni más ni menos, cuya rebeldía y disrupción radica –irónicamente– en resucitar lo tradicional, al clásico del género: ese Hollywood de tecnicolor, esos pasos de Fred Astaire y Gene Kelly, esos amores y alegrías que se decían bailando y cantando en smoking o en traje de marinero, en albercas o en noches de cielos intensos (creados dentro de un fastuoso set de filmación, claro está).

Sin embargo, La La Land hace mucho más que eso. No es un simple homenaje retro o un completo producto de nostalgia (es decir, no es el Stranger Things del musical, como se le ha llamado a veces). Tiene sus pies en el pasado, pero está pensada para el presente. Tampoco es la burbuja de brillantina, alegría y superficialidad de las comedias musicales más icónicas de Hollywood, aunque durante la primera hora te haga creer que lo es. Independientemente de los muchos (muchísimos) guiños que hace a las obras de figuras como Stanley Donen (Cantando bajo la lluvia) o Vincente Minnelli (Un americano en París), la película de Damien Chazelle (Whiplash: Música y obsesión), en realidad, es más cercana –en estructura, estética, tono y logros– a las obras del francés Jacques Demy.

La La Land no sólo toma prestados la gracia de las operettas de Las señoritas de Rochefort, o los colores, estructura (división de la trama en capítulos) y espíritu agridulce de Los paraguas de Cherburgo. También hace algo parecido a lo que en su momento lograron las cintas del director francés, quien también se inspiró en los clásicos de Hollywood, pero les dio una nueva sensibilidad, casi filosófica y muy europea, de amores lánguidos y euforias melancólicas. De la misma forma, Chazelle no sólo resucita el pasado, sino que lo usa para hablarle al hoy: a una modernidad a veces frustrante, que constantemente te invita a luchar por tus sueños, pero que al mismo tiempo te anula por ser uno de tantos.

Un ejemplo de esto es el inicio. La película no se demora en introducirnos a su universo de fantasía y elige poner al mismísimo show stopper en la secuencia inicial: un embotellamiento que se torna en un número musical de grandes proporciones, filmado en plena interestatal de Los Ángeles. Dicha secuencia tiene la pinta de ser una celebración de la vida, una burbujeante manifestación de sensaciones hollywoodenses; sin embargo, está mucho más endeudada con Las señoritas de Rochefort (cuyo inicio, de hecho, también es un baile entre coches) y hasta tiene algo de zozobra. Después de todo, “Another Day of Sun”, el título de la canción, tiene un dejo de tristeza: otro día de no conseguir lo que se quiere.

Y es justo ahí en donde la cinta de Chazelle se queda suspendida con maestría: en la felicidad y la tristeza simultáneas, el estado eterno del soñador. Conforme avanza descubrimos que en ella late un corazón roto, como el que Catherine Deneuve le puso al género en los años 60. Su tono y música –compuesta por Justin Hurwitz– transmiten esta dulce agonía de sus personajes, que no pueden más que enamorarse una vez que se conocen: Mia (Emma Stone), una aspirante a actriz que no es muy buena con las audiciones, y Sebastian (Ryan Gosling), un músico que desea preservar la magia del jazz. En su búsqueda por perfeccionarse y por no traicionar sus respectivos dones vemos nuevamente el tema que Chazelle –también guionista– ha explorado desde su ópera prima, Guy and Madeline on a Park Bench (la cual, por cierto, sirvió como una suerte de ensayo para La La Land): el tortuoso camino del artista. Tal como sucedió con Whiplash, que no pretendía ser una cinta que retratara literalmente el mundo de la música, La La Land tampoco es sobre la escena angelina del jazz, ni un espejo del mundo del entretenimiento en esa ciudad. No es sobre ninguna escena de nada. Ni siquiera es sobre músicos o actrices. Es sobre dos soñadores. 

De ahí que practicamente no haya más que dos personajes. Emma Stone y Ryan Gosling dominan por completo este camino, ofrecen sus interpretaciones más memorables y le dan todos los matices necesarios a una historia de amor que no es nada novedosa (y que pudo haber sido su talón de Aquiles). Es más, de no ser por ellos, por la forma en que Chazelle decide contarla y por el final, este sería un romance cualquiera. Sin embargo, Stone y Gosling parecen camaleones: de pronto son personajes tipo screwball, de pronto son héroes nostálgicos, de pronto son enamorados a la Fred Astaire y Ginger Rogers. Sus aptitudes musicales son patentes, pero también tienen un dejo de amateur que sirve a los propósitos de la película, la cual celebra justo el espíritu del aficionado. No son bailarines ni cantantes profesionales, pero éste no es un musical de números impecables. Chazelle nos hace sentir como que todos podríamos protagonizar de pronto un musical y que cualquier día de estos podríamos ponernos todos a bailar en el Periférico. Esta sensación de una fantasía realista es apoyada por la decisión de filmar en locaciones exteriores, así como por las tomas largas que usa Chazelle en sus números musicales, alejadas de las secuencias de estudio completamente editadas de los musicales de antaño.

Mención aparte merece la música. Justin Hurwitz mezcla la espontaneidad de combos de jazz con el romanticismo de la música de orquesta. Su mayor logro es ofrecer melodías (sobre todo de jazz) que se escuchan como clásicos, pero que en realidad son completamente originales, algo que no veíamos en bastante tiempo y que es coherente con la relación compleja que La La Land tiene con lo anterior.

En este sentido, la película es como sus protagonistas y como su música: nostálgica, enamorada del pasado, pero con la certeza de que éste sólo sirve para ir hacia adelante. En todo caso, lo que hace la película de Chazelle es mostrar cómo es que ese pasado, esos elementos hollywoodenses milenarios, ese romance de la época dorada y, sobre todo, ese “sentir intensamente” –que te hace querer pararte a bailar o cantar de pronto como si fuera la cosa más normal del mundo– pueden caber en la modernidad. Es decir: revitaliza el género y le ofrece a nuestra época su propio clásico. Y aunque eso en buena parte lo decide el tiempo, nosotros le apostamos a que así será.

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autor Periodista, editora en Cine PREMIERE y bailarina frustrada en sus ratos libres. Gustosa del cine, la literatura, el tango, los datos inútiles y de la oportunidad de desvelarse haciendo lo que sea.
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