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Cine

La muerte de Stalin – Crítica

12-10-2018, 4:12:35 PM Por:
La muerte de Stalin – Crítica

El creador de Veep, Armando Iannucci, dirige una farsa política con tintes de Monty Python.

Cine PREMIERE: 4
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El tono fársico envuelve La muerte de Stalin, un filme del escocés Armando Iannucci –célebre por la serie televisiva Veep, sátira sobre los entresijos del poder en la Casa Blanca que ahora parece casi documental– que adapta la novela gráfica de Fabien Nury y Thierry Robin. La historia se sitúa en 1953, cuando el dictador Iósif Stalin (Adrian McLoughlin), quien ha gobernado con implacable y cruenta mano de hierro la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas por décadas, se encuentra en una casa de campo a las afueras de Moscú junto con el resto de integrantes del consejo de ministros que no es más que su servil séquito de comparsas.

Sin embargo, el dictador cae gravemente enfermo, en medio de una escatológica situación de proporciones embarazosas, y pronto los ministros empiezan su lucha para quedarse con el control del partido y el gobierno ante la inminencia de la muerte del tirano. Quien parece llevar la delantera es Lavrentiy Beria (interpretado por un excepcional Simon Russell Beale), el jefe de la policía secreta, quien echa andar su plan de control desde el primer segundo, lo que incluye mangonear al endeble Georgy Malenkov (Jeffrey Tambor, en un tono sabrosamente montypythonesco como, por ejemplo, en esa escena del corsé o en aquella del retrato), el relevo de Stalin al frente del consejo.

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Pero también se encuentra Nikita Khrushchev (Steve Buscemi en espléndida forma), el ministro de agricultura que aparentemente queda fuera de la jugada al encargársele el cuidado de la organización del funeral de Estado. Las intrigas palaciegas quedan, pues, establecidas en estratagemas tenebrosas.

Iannucci es un narrador nato para la comedia política. Así que vuelca todo el horror del estalinismo hacia una farsa que resulta, en su aparente inocuidad, escabrosa. Deja apenas vistazos literales a ese horror (la escena del fusilamiento en el gulag con los presos dejados en el paredón o la de la jovencita del servicio separada por Beria), recargando todo el peso en la farsa que construye meticulosamente y en los diálogos que entreveran los miedos y prejuicios de los ministros construidos a base de una siniestra y puntual obediencia al líder recién fallecido. Aunque el realizador aborda un tema histórico, lo hace con el rigor de una sátira que homenajea aquellos clásicos británicos de los Monty Python, cuya referencia más obvia se halla en la inclusión en el reparto del ex Monty Michael Palin en el papel de Vyacheslav Molotv, el ministro al que deben su nombre las famosas bombas y que fue depuesto por Stalin y devuelto al ruedo justo tras su muerte.

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Iannucci no se anda por las ramas. Para empezar, está la cuestión del acento, pues la película no solamente está hablada a propósito en inglés, sino que también está cuidadosamente trabajada para que cada personaje tenga sus inflexiones prototípicamente antirrusas que van del más frontal servilismo al más férreo agandalle vocal. Está la cuestión del comportamiento, que va de la pusilanimidad, la hipocresía y la lambisconería, todas al más puro estilo de la comedia británica magníficamente simplona. Están las actitudes caricaturescas como “las competencias” por ver quién es el primero en llegar, en salir o en adelantarse en una lucha por el control del poder. Están las absurdas reuniones de consejo, amañadas según el vaivén dominante. Están las ridículas temeridades guiadas por la costumbre servil trabajadas diariamente bajo el rigor de la tiranía. Y todo eso conforma un relato absurdo sobre la detentación del poder que, por eso mismo, resulta aterrador.

Y más porque Iannucci lo acentúa con la inclusión de personajes caricaturescos, como el general o los hijos de Stalin, combinados con escenas breves que evidencian una brutalidad descarnada en sus sugerencias, pues la película, salvo en la escena final, no tiene violencia gráfica o por lo menos no sin antes convertirla en comedia. Ese es uno de los grandes aciertos del filme: su aparente candidez es la carta de presentación de una corrosiva reflexión sobre el poder político y la peligrosidad de su detentación malsana.

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autor Nadie quiere acompañarlo al cine porque come palomitas hasta por los oídos e incluso remoja los dedos en el extraqueso de los nachos. Le emocionan las películas de Stallone y no puede guardar silencio en la sala a oscuras. Si alguien le dice algo, él simplemente replica: "stupid white man".
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