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Cine

La vida de Calabacín

08-05-2017, 12:31:47 PM Por:
La vida de Calabacín

La película animada de Claude Barras es un cuento sobre cómo la luz puede entrar a la vida después del dolor.

Cine PREMIERE: 4.5
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Había una vez un orfanato con siete niños marginados, la mayoría víctimas de padres que debieron haberlos amado y no sólo no lo hicieron, sino que les dejaron cicatrices vitalicias. Todos se sientan en un círculo, en el patio, para contar sus respectivos pasados y las causas que los llevaron a vivir “sin nadie que los quiera”: abusos, asesinatos, deportaciones, drogas, alcoholismo…

La escena resulta improbablemente desgarradora y emocionalmente compleja, llena de inocencia, dolor y picardía. Y la razón por la cual lo que vemos y lo que sentimos parece improbable es porque esos niños que cuentan sus cuitas –algunas indecibles– y a quienes observamos en pantalla con un nudo en la garganta son muñecos hechos de barro, tienen labios rojos y unos rostros de apariencia tiesa decorados con fantásticos colores. Sus expresiones faciales son limitadas, a primera vista no hay nada en ellos que nos recuerde a la calidez de una piel humana, a un brillo de ojos esperanzados, a la suavidad de un cabello. El stop motion sustituye al realismo descarnado que usualmente acompaña diálogos como: “vi a mi papá matar a mi mamá antes de suicidarse”.

Y aún así, La vida de Calabacín se las arregla para ser un relato muy íntimo. La película animada, dirigida por Claude Barras, empieza con todos los elementos de una obra de Charles Dickens: huérfanos dañados a merced de la burocracia y del sistema social. Si ésta fuera una película de Ken Loach, el asunto seguro terminaría en una crítica a las instancias y en un vistazo a la miseria de los niños que se convierten en daño colateral. Por otro lado, si se tratara de una cinta de Pixar, el pasado atroz de estos pequeños héroes ni siquiera tendría cabida, y todo acabaría en una aventura feel good con animales cantarines. Sin embargo, esto es Francia y la casa hogar a la que llega el pequeño Icare, apodado Calabacín, es un mundo diferente. Tras un incidente familiar que quita a su mamá del panorama, este niño de pelo azul protagoniza un coming of age que logra acomodar cosas tan grandes (y contrarias) como la esperanza y la tragedia en una historia simple y corta (de tan solo una hora y diez minutos), que tal como un malabarista en equilibrio, hace saltos mortales (emocionales), al mismo tiempo que se mantiene ligera y divertida en la cuerda.

Barras no le huye a mostrar a sus personajes rotos a instantes, ni a presentarlos como productos inocentes de un pasado de vejaciones. Lejos de anular estos terrores o infantilizarlos, lo que hace es mostrar cómo es que la luz cabe en la vida después del daño. No los trivializa ni los ignora, sino que los convierte en esperanza. Para eso nos presta los ojos de Calabacín y de sus nuevos amigos. Los niños del orfanato Fontaine son, de cierta forma, invencibles, pues aunque son marginados, por alguna razón no se encuentran al margen de la posibilidad de crear su propia felicidad. Afortunadamente, al menos en ese orfanato –administrado por dos almas generosas y amables–  la sanación es posible, aunque siempre agridulces. En realidad se trata de un cuento sobre la resiliencia: esa habilidad de no perder la propia forma y la chispa a pesar de las adversidades. La vida de Calabacín nos demuestra nuevamente que no hay mejor maestro de este supepoder que un niño, para quien –como pudimos ver recientemente en películas como La habitación–, las posibilidades siempre son infinitas.

Esta no es una aventura épica, ni un viaje del héroe: la trama se compone simplemente de las pequeñas y cotidianas interacciones de los infantes: sus explicaciones inocentes y humorísticas sobre lo que se imaginan es el sexo, sus dinámicas de almuerzo, su amistad con el policía, la forma en la que expresan sus alegrías y sus tristezas, sus pequeños primeros amores. Por ahí hay una breve odisea a la Roald Dahl –es decir, de niños poniendo en su lugar a los adultos– que se alza como una suerte de conflicto central, pero es más bien la anécdota más grande de lo que viven. Al encanto del guion se suma el carisma del movimiento pausado, típico del stop motion –les añade a estos marginados un aire de desorientación adorable–, así como el diseño tecnicolor de los personajes, que queda como guante a la percepción del mundo de la mente infantil.

Por su sensibilidad, simpleza y capacidad para meternos en el mundo íntimo de un niño, La vida de Calabacín resulta especialmente refrescante en un panorama que cada vez está más poblado de animaciones insulsas, que en el afán de ser “para toda la familia” se diluyen en varios cocteles de chistes y referencias que intentan por separado aludir a cada una de las generaciones. El resultado de ello son películas que finalmente no están dirigidas hacia nadie. Lo familiar se ha convertido en lo insípido y fácil. La vida de Calabacín elige otro camino: en lugar de esforzarse por “ser familiar” –con todo y las reservas que quizá despierte en los padres por su mención de temas, como la muerte y el dolor–, habla con carisma de un tema que nos atañe a todos: cómo se puede estar al margen de todo, excepto del amor. No hay cosa más «familiar» que eso.

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autor Periodista, editora en Cine PREMIERE y bailarina frustrada en sus ratos libres. Gustosa del cine, la literatura, el tango, los datos inútiles y de la oportunidad de desvelarse haciendo lo que sea.
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