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Cine

El museo de las maravillas (Wonderstruck) – Crítica

18-01-2018, 5:05:11 PM Por:
El museo de las maravillas (Wonderstruck) – Crítica

La nueva película de Todd Haynes tiene un diseño de arte y realización técnica impecable, pero una resolución inverosímil.

Cine PREMIERE: 3
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Apantallante relato sobre las desventuras de la infancia, que coquetea abiertamente con las atmósferas dickensianas, pero que al final decide moverse por otros caminos. Si en Dickens todo es cada vez más tenebroso, en Wonderstruck: El museo de las maravillas la tragedia se edulcora, y no por ser una historia esperanzadora, que lo es, sino por hacer de las casualidades y de la conexión de un par de relatos –que ocurren con 50 años de diferencia– una contraposición a esos coqueteos dickensianos, llevando las acciones al borde de la inverosimilitud.

Es como si Todd Haynes, el director de esta cinta –basada en la novela infantil homónima y cuya adaptación estuvo a cargo de su propio autor, Brian Selznick (autor también de La invención de Hugo Cabret)– hubiese optado por realizar una película técnicamente impactante, con la intención de marcar una diferencia sustancial entre ésta y Carol (2015), su filme anterior, relato  potente por la forma  en que consigue sacar a relucir las emociones más profundas de sus personajes femeninos.

En Wonderstruck lo que es impresionante es la recreación de una misma ciudad, la de Nueva York, en dos épocas diferentes. Mediante tomas gemelas en una y otra época (1927 y 1977), Haynes va haciendo las distinciones, sin sutilezas ni sobresaltos, para narrar la historia de la huida de dos niños sordos a esa ciudad, en búsqueda de una probable pista para poder continuar con su vida, desgarrada hasta entonces.

Rose (Millicent Simmonds) vive encerrada en una casona bajo el cuidado de su severo padre. Es sordomuda de nacimiento y a sus 12 años de edad consigue escapar cada tanto para ir al cine a ver las películas de la actriz ficticia Lillian Mayhew (Julianne Moore). Ante la llegada del cine sonoro y la de un profesor que le enseñará a leer los labios, Rose escapará para buscar a la actriz.

En esta parte, que se intercala con la otra historia con efectivos puentes sonoros –cortesía del compositor Carter Burwell–, Haynes elabora un cuidadoso relato fílmico que respeta y homenajea la narrativa del cine silente, sin permitirnos escuchar ninguna clase de sonido incidental, tal y como le ocurre a Rose. Sin embargo, se apoya en el score de Burwell para mantener los acentos dramáticos tal y como ocurriría en una película de los años 20. Pero no solo eso. Es como si realmente estuviéramos viendo una cinta de la época por la minuciosa y detallada reconstrucción de la Nueva York de 1927. Habrá que darle su crédito a Mark Friedberg (Across the Universe), el diseñador de producción, de haber reunido al equipo que pudo trabajar de esa forma tomas abiertas y cerradas. Y no se diga al fotógrafo Edward Lachman, quien le pone acentos idílicos a su fotografía en blanco y negro, que luego contrasta  cuando retoma el color en las escenas ubicadas en 1977, con una Nueva York decadentemente alegre.

Es en esa época donde la historia se centra en Ben (Oakes Fegley), quien recientemente ha perdido a su madre (Michelle Williams), quien, a su vez, nunca le reveló la identidad de su padre. Sin embargo, al husmear en las pertenencias de ella, encuentra el catálogo de una exposición con una nota dedicada a su madre y la dirección de una librería. Cuando decide marcar el número, un rayo cae a la casa y una descarga eléctrica –que le llega por el auricular– lo deja sordo. Es entonces cuando decide viajar a la ciudad a buscar a su padre.

El vestuario, la suciedad de las calles, la música y la paleta de colores subrayan un cambio profundo en la sociedad. Sin embargo, toda esta brillante parafernalia deja de lado la emotividad y descuida la verosimilitud de la historia. No importa que aparezcan el amigo incondicional o el hermano salvador, que se encuentre a la actriz o que la prima ayude; tampoco que todo desemboque en el Museo de Historia Natural o en una maqueta ni que exista un sueño recurrente con lobos. La conexión entre ambas historias, una suerte de repetición, se adivina desde antes, pero es tan fantástica que resulta melosamente chocante y penosamente inverosímil.

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autor Nadie quiere acompañarlo al cine porque come palomitas hasta por los oídos e incluso remoja los dedos en el extraqueso de los nachos. Le emocionan las películas de Stallone y no puede guardar silencio en la sala a oscuras. Si alguien le dice algo, él simplemente replica: "stupid white man".
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