El arte de llorar en coro
Es el magnífico retrato familiar de parte de un cineasta con agudo sentido de la observación quirúrgica.
En los años 60, una familia que vive al sur de Jutandlia, Dinamarca, manifiesta relaciones disfuncionales y desintegración inminente. Visualmente accedemos a los dramas cotidianos a través de la mirada de Allan, un niño de once años al que le toca testimoniar un internamiento psiquiátrico, rupturas familiares violentas, un suicidio fallido y hasta la consolación pederasta.
En la ópera prima de Peter Shonau Fog inspirada en la novela de Erling Jepsen, la narración se divide en episodios de ritmo pausado que introducen a cada uno de los miembros familiares. Si bien el padre juega un rol determinante al cometer agravios bajo el amparo del chantaje sentimental, el motor de la historia será Allan (un inmutable y conmovedor Jannik Lorenzen) que todo lo ve sin entender cabalmente las jugadas del tablero familiar porque su inocencia no alcanza a comprender la complejidad de lo vivido.
Lo interesante de este drama familiar es que los acontecimientos fatídicos son manejados con humor negro y un tono humorístico relajado que torna accesible más de una anécdota tremebunda. En medio de un escenario espeluznante, el devenir cotidiano fluye como corriente fluvial calmada que paradójicamente arrastra la mayor de las turbulencias.
Si bien el cortometraje de graduación del director (Pequeño hombrecito, 1999), nos remitía a la disipación de culpas en tierras del Mar del Norte, en El arte de llorar en coro es imposible que exista remordimiento traumático en el apacible Allan. Existe, sí, el magnífico retrato familiar de parte de un cineasta con agudo sentido de la observación quirúrgica.
– Roberto Ortiz Escobar
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