The Illusionist
Chomet celebra al cine mismo con una joya de cualidad casi silente que resulta enternecedora e inundará de nostalgia a cualquier cinéfilo.
Existen varias razones por las que se debe de celebrar la existencia de una cinta como The Illusionist, el regreso del francés Sylvain Chomet luego del delirio cabaretesco que fue Las trillizas de Belleville. La historia de un viejo mago y la relación filial que establece con una muchacha de pueblo ávida de conocer el mundo guarda una inocencia poco convencional en nuestros tiempos, ajenos a cualquier acto de generosidad desinteresada. Esta frescura es retratada por Chomet utilizando un lenguaje cinematográfico puro en un filme en que, como en Las trillizas…, los personajes conversan en un idioma de gramática incomprensible, pero de entonaciones que sólo podríamos definir como brutal y evidentemente humanas. La animación –cuyo estilo está inspirado en La noche de las narices frías de Disney– está cubierta por una pátina sepia que le da un aire a la vez melancólico e inmortal.
El filme no está desprovisto, además, de la crítica social característica del legendario Jacques Tati, quien escribió el guión que Chomet recupera. Así, entre trazos expresivos que siguen al mago y su compañera de vida bucólica de las montañas a las multitudes solitarias de la ciudad, desfilan personajes icónicos del espectáculo circense, como un payaso suicida y un ventrílocuo que mitiga la soledad platicando con su títere. Es de apreciarse que esta cinta haya sido nominada al Oscar, pues así no caerá en un olvido total. Además, se necesita de cine animado como éste, que vaya a contracorriente del pirotécnico 3D, de los personajes diseñados para vender juguetes y de las tramas de fórmula. Chomet celebra al cine mismo con una joya de cualidad casi silente que resulta enternecedora e inundará de nostalgia a cualquier cinéfilo.
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