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Columnas

El dia en que el cine murió

27-07-2012, 4:35:18 AM Por:
El dia en que el cine murió

Para el cantante Don McLean, patrono absoluto del one-hit wonder y, a la postre, para buena parte de la sociedad americana y el universo de la música pop-rock en general, el 3 de febrero de 1959 será recordado para siempre como «El día en que murió la música». En aquella fatídica fecha los cantantes Buddy […]

Para el
cantante Don McLean, patrono absoluto del one-hit wonder y, a la postre, para
buena parte de la sociedad americana y el universo de la música pop-rock en
general, el 3 de febrero de 1959 será recordado para siempre como «El día
en que murió la música». En aquella fatídica fecha los cantantes Buddy
Holly, Ricardo Valenzuela (aka Ritchie Valens) y J.P. «The Big
Bopper» Richardson, se subieron en una avioneta que yo me imagino
construida con el mismo metal con que se hacían los carritos de helado en los
cincuenta y que, atrapada por una tormenta, cayó al suelo apenas unos minutos
después del despegue. Accidente común entre ídolos de la canción -no olvidemos
a nuestro Pedrito-, el avionazo no dejó un solo sobreviviente y sí mucha pena y
dolor.

Los restos del objeto volador, por cierto, quedaron desperdigados sobre
la nieve en un punto no muy lejano a esa Fargo que recibiría los honores de los
hermanos Coen décadas después y, ya que estamos en esto del cine, no son pocas
las cintas que al menos de refilón, hacen mención del suceso, entre ellas la
olvidada La bamba.

Pero
siquiera aquella vez los culpables, si es que se les puede nombrar así, fueron
los elementos de la naturaleza. O eso o un piloto mal entrenado o dado a beber
bourbon entre un destino y otro. En cualquier caso, no hablamos de un mal
premeditado.

No hablamos
del mal.

Repito: NO
HABLAMOS DE «El MAL». 

Caso muy
distinto, a mi parecer, es el acontecido el pasado 20 de julio, fecha en que, remedando
la canción de McLean y los hechos que la inspiraron, el cine murió. Para ser
precisos más bien fue asesinado. Ejecutado a sangre fría junto a 12 personas
inocentes, individuos para los que, estoy seguro, la sala de cine continuaba
poseyendo un aura mágica e insustituible. Para ellos, acaso, igual que para
muchos de nosotros, el cine era lo más parecido a un templo y ese día fue
absolutamente mancillado.

James Eagan
Holmes es el nombre de quien, no conforme con darle un injusto fin a una docena
de esperanzas, hirió a 58 más. Rompió familias y futuros. Cubrió de sangre una
de las actividades más gozadas por el ser humano contemporáneo. Quebró ese
espejo en el que nuestros ojos no solamente buscan entretenimiento sino también
sentido. Su propio reflejo. 

Ojalá y el
mundo a veces fuera como en el cine y el tipo al que observé en la silla de
acusados hará un par de días tuviese un semblante parecido al de Bane. O al de
El Guasón. O siquiera ese aspecto de villano, absolutamente temible -por
completo de película-, que desprendía Daniel Arizmendi López, alias el
Mochaorejas. Pero nada de eso. Lo que vi fue a un tipo que, ya por su pelo
rojo, ya porque cabeceaba a todo momento, parecía estar crudo y desvelado luego
de pasarse la noche entera en una fiesta de disfraces. Un tipo común y
corriente con el que podría cruzarme un día cualquiera en el banco. El tipo que
desayuna en la mesa de al lado. El profesor de música de mis hijos. El cobrador
de los boletos de metro.

Y fue
entonces que ya no sentí solo rabia sino también miedo.

Y creo que
no puedo o no quiero decir más cosas por el momento. Que me duelen estas
muertes, por supuesto. Que no tengo idea de qué será lo primero que piense y
siente la próxima vez que en mi templo las luces vuelvan a apagarse y el silencio
reine en la oscuridad.

Que por el
momento, no pienso en otra cosa que el día en que el cine murió. 

Que
«El MAL» existe.

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