Amaneceres oxidados

Alejandro (Armando Hernández) trabaja el turno nocturno como cajero en un supermercado, vive con su hermano Andrés (un NI-NI bueno para nada) y una madre a la que nunca ve porque sus horarios no coinciden. Es un chavo muy raro, del que nunca nos queda claro si sufre de una leve parálisis cerebral, es un loco peligroso o un simple tetazo. Su vida transcurre rutinaria hasta que un día contratan a una nueva cajera: Andrea. Y es entonces cuando… no pasa nada.

Amaneceres oxidados es tristemente una de esas películas mexicanas que son el ejemplo perfecto en una cátedra de cine para mostrar todo lo que no se debe hacer en una película. Simplemente no funciona, por ningún lado.

A través de planos secuencia que son eternos –no tanto por su duración sino porque nada aportan a la trama– una fotografía dolorosamente plana, actuaciones tan carentes de matices y emociones que se sienten igual de falsas y forzadas que la ambientación y la mezcla de sonido, el director Diego Cohen intenta señalarnos (a través de todo recurso narrativo a su alcance) el aislamiento y el borde de la locura de una vida solitaria y monótona, estéril en todos sentidos y con pocos atisbos de esperanza. Una historia que bien trabajada y desde el punto de vista adecuado, podría haber resultado interesante o de perdida terminar en comedia romántica.

El error radica principalmente en una premisa que utiliza todo un largometraje para quedarse en eso, en premisa. La obvia falta de un guión bien trabajado (el defecto común de gran parte del cine mexicano actual) da como resultado una película aburrida, irrelevante y deprimente.

Aunque sabemos que Cohen intenta decirnos algo, nunca logramos adivinar qué. Amaneceres oxidados termina siendo como su protagonista: un ente incomprensible, irritante y absolutamente gris.

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Claudia Llaca Ama el aroma a celuloide por las mañanas porque lo suyo, lo suyo, lo suyo es el cine. Dice que es el único que sigue haciéndole ofertas que no puede rechazar.