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Cine

Él me nombró Malala

11-11-2015, 4:55:18 PM Por:
Él me nombró Malala

El documental de Davis Guggenheim logra conectar con el público y enaltecer la causa de la activista ganadora del Nobel de la Paz.

Cine PREMIERE: 3.5
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A Davis Guggenheim se le podría describir como un activista cinematográfico. En 2007, Una verdad incómoda –cinta sobre el cambio climático protagonizada por el exvicepresidente de Estados Unidos, Al Gore– no sólo obtuvo del Oscar a Mejor documental, sino que se convirtió en un fenómeno global: sirvió como punta de lanza para despertar mayor interés, conciencia y provocar el inicio de cambios tangibles en políticas ambientalistas en todo el mundo. 

En 2010, su documental Esperando a Supermán sirvió para poner en la mesa del debate colectivo en los Estados Unidos la preocupante situación de la educación básica y exponer muchos de sus vicios y retos. También mostró sus oportunidades y las historias de aquellos que buscan hacer algo más, pero que no encuentran eco ni respaldo en las autoridades o el sistema. El filme ganó el Premio del Público del Festival de Sundance.

Ahora, Guggenheim presenta Él me nombró Malala (He Named Me Malala), cinta que empata su interés por los temas de educación a una visión más global del tema: la de la joven activista paquistaní y premio Nobel de la Paz 2014, Malala Yousafzai.

En 2008, Malala tenía sólo 13 años pero ya escribía en el blog de la BBC sobre la ocupación talibán de la región donde vivía, así como sobre los cambios impuestos, entre ellos, la prohibición a las mujeres y niñas de asistir a la escuela. Su perfil comenzó a destacar y, en 2009, el NY Times realizó un documental sobre ella y su padre, que abordaba su trabajo a favor de la educación y su activismo encendido. En octubre de 2012, un sicario talibán subió al autobús en el que la apenas adolescente regresaba a casa después de haber ido a presentar un examen. El sujeto preguntó quién era Malala y le disparó tres veces. Uno de los impactos dio en su rostro, pero sobrevivió milagrosamente. Al recuperarse, su intención de seguir luchando por los derechos de las mujeres no había cambiado, incluso sabiendo que había una amenaza de muerte sobre ella por parte de los talibanes en caso de que regresara a su país. La respuesta de Malala: seguir haciendo activismo y llamando atención hacia el tema. 

Por medio de imágenes que comparten un poco más de la vida, filosofía, creencias y actos de esta guerrera y de su familia, la intención de Él me nombró Malala se centra claramente en un llamado a la acción. A partir de la admirable y sorprendente experiencia de Malala, Guggenheim busca un involucramiento del público en su causa: asegurar para todas las niñas del mundo el derecho a una educación básica de 12 años. 

A la historia de esta adolescente no le hace falta dramatismo para llamar la atención, pero Guggenheim no se centra exclusivamente en ella para acercarnos. Desde el mismo título, Guggenheim nos indica que hay otro protagonista de la historia: Ziauddin Yousafzai, padre de Malala. Y esa es la dinámica central de la película: la increíble y profunda relación entre este padre y su hija, la mutua forma de inspirarse y de apoyarse en una pasión en común, el intenso respeto y amor por su país, sus valores, su cultura y su familia. El binomio Malala-Ziauddin, sus ideas y sus motivaciones para luchar por la educación –la familia administraba algunas escuelas en el Valle del Swat, en Pakistán– quedan al centro de la película, con dos interesantes escoltas caminando en paralelo para complementar este retrato.

En un atractivo ejercicio de estilo que recuerda lo hecho en Persépolis, de Marjane Satrapi, Guggenheim recurre a la animación para contar la historia del nombre de Malala, tomado de una célebre mártir afgana, poetisa y guerrera; un nombre casi profético. Ahí se cuenta también la historia de la región y sus cambios, el contexto que empuja a Malala y a su padre a hacer lo que han hecho. 

Del otro lado, para abrir más el retrato, se asoma el lado familiar y personal, en el que una jovencita bromea y juega con sus hermanos menores, molestándolos y a la vez apoyándolos, como cualquiera de nosotros haría con sus hermanos o hermanas. También vivimos con ella la asimilación de experiencias distintas: el entorno social (cultural y de valores) que enfrenta al adaptarse a la vida en Inglaterra, la cotidiana preparación para exámenes o tareas –una prioridad para Malala–, que se complican por viajes para conocer al Secretario General de la ONU o a un presidente de un país. Ahí está la dicotomía entre una vida de estudiante y la de una ganadora de un premio Nobel que sabe le ayuda a llevar su causa más lejos.

Sin ser particularmente revelador o novedoso en su forma de contar esta historia, el documental busca apelar a la empatía del público, a través de cierta sencillez narrativa. De esta forma, las propias ideas de Malala y su familia conectan con la audiencia, al explorar temas y puntos que muestran una cara interesante y a veces desconocida –en especial para audiencias occidentales– del Islam, sus creencias y valores, así como del enorme parecido que hay con lo que creen muchas familias en cada rincón del planeta, sin importar a qué Dios le recen.

En este retrato, de una joven, un padre y una familia musulmana viviendo en un país distinto al suyo, hay interesantes reflexiones y aprendizajes, más allá del tema central del documental, que busca convertir en fenómeno global de atención la causa de la educación para las mujeres. Tema que, de suyo, sería una buena razón en sí misma para verlo.

No descarten en lo absoluto que este documental esté nominado al Oscar en un par de meses. 

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