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Cine

Belleza inesperada

12-12-2016, 7:27:06 PM Por:
Belleza inesperada

El filme protagonizado por Will Smith pretende dar un mensaje inspirador, pero se ahoga en una trama calculada y artificial.

Cine PREMIERE: 2.5
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Es necesario empezar esta crítica con una verdad universal que se afianza cada vez más conforme pasan las décadas: el relato de Charles Dickens, Cuento de Navidad, es irresistible y es imposible de evocar sin sentir en nosotros el espíritu de la generosidad festiva y las ganas de correr a abrazar personas. Lo que ha hecho que un relato como ese, tan hijo de su tiempo de Revolución Industrial, sea tan atemporal es que toca un tema ganador y siempre irresistible: la redención. La posibilidad de renacer y de “resetearnos”, sin importar qué tan desviados estemos. No hay duda de que Ebenezer Scrooge, con todo y que le sirvió a Dickens para denunciar los vicios de un tiempo en específico (la crueldad y desprecio hacia los desfavorecidos), seguirá removiendo corazones por los siglos de los siglos. Amen.

Belleza inesperada, reinterpretación cinematográfica y modernización de este cuento –dirigida por David Frankel (El diablo viste a la moda)– desafortunadamente, no contará con la misma suerte. Y es una lástima. Sobre todo porque su materia prima es una bomba de emoción y sentimentalismo, formada por todos los elementos necesarios para convertirse en la cinta navideña y emotiva de 2016: los puntos básicos y mensaje de Cuento de Navidad; las buenas intenciones de ¡Qué bello es vivir! (Frank Capra, 1946); la estructura coral con la que ya están familiarizados los fans del subgénero (Realmente amor); un Will Smith en modo melodramático a la En busca de la felicidad y Siete almas; además de un elenco de ensueño. Helen Mirren, Kate Winslet, Edward Norton, Jacob Latimore, Keira Knightley y Michael Peña lo completan, pero permanecen desperdiciados.

Su premisa era prometedora, porque su héroe, Howard Inlet (Smith), ofrecía una versión alterna de la idea de Scrooge que conocemos; es decir, del concepto de la amargura dickensiana. Tal como el cascarrabias clásico, Howard es un hombre exitoso (ejecutivo de publicidad, en este caso), pero su miseria es otra: su egoísmo y sus ánimos de no conectar con ningún ser humano no vienen de la ambición o la arrogancia, sino del dolor. Una tragedia del pasado lo ha convertido prácticamente en un muerto viviente, incapaz de valorar o de interesarse por lo que sucede a su alrededor. Este punto de partida inicial prometía darnos un Ebenezer para estos tiempos hedonistas y de selfies eufóricas, en que, entre tantas comodidades, no sabemos manejar el dolor y hasta pensamos a veces que es el opuesto a vivir. Nos paraliza.

Sin embargo, dicha promesas se ahogan en el lugar común, en un argumento ferozmente dispuesto a servir dos objetivos un poco contradictorios y que lo hacen tropezar una y otra vez. Por un lado, hay un esfuerzo al inicio de la cinta por tener un realismo desconcertante, y un poco aguafiestas –sin revelar más detalles–, que se contrapone con la forma en que la película ha sido promocionada, sobre todo en cuanto al contacto que Howard tiene con tres conceptos milenarios: el Amor (Keira Knightley), la Muerte (Helen Mirren) y el Tiempo (Jacob Latimore). Es una suerte de afán por dar una crítica a la frialdad y poca comprensión del mundo corporativo para con las dolencias humanas. Para sacarlo del espasmo, los compañeros de oficina de Inlet –en un acto que los convierte quizá en los peores amigos que hemos visto en pantalla últimamente–, conspiran para ponerlo en situaciones comprometedoras, a fin de salvar a la empresa de la quiebra. Sin embargo, es una lección que la cinta intenta explorar aferrándose al lado melodramático y evangelizador, lo cual resulta en una mezcla rara de cinismo y lágrimas.

Dichos amigos son interpretados por Norton, Peña y Winslet, grandes actores que siempre es un gusto ver en pantalla pero que aquí hacen lo que pueden con sus limitados roles. El guion encierra a cada uno en un problema (que, coincidentemente, tiene que ver con el amor, la muerte y el tiempo, respectivamente), y la más desafortunada termina por ser Kate, pues –ya que es mujer– el guionista Allan Loeb decidió que el conflicto más adecuado para ella –evidentemente– debía ser el del reloj biológico. Se le acaba el tiempo para tener un hijo, así que, mientras al personaje de Norton lo vemos enfrentar las dificultades de ganarse de nuevo a su hija después de un divorcio, y al de Peña lo vemos apabullado por la enfermedad terminal que lo aqueja, a ella nos la muestran sentada frente a una pantalla de computadora, viendo posibles donantes de esperma, con una cara de añoranza. Es imposible no sentir un dejo sexista en todo esto.

De pronto, hacia el final, la cinta recuerda en medio de este embrollo que esto debería tratarse del renacer de Howard. Sólo entonces pone más énfasis en el otro objetivo, pues el argumento empieza a buscar forzadamente la magia y la lágrima, a presionar la epifanía, por medio de diálogos predecibles y giros manipuladores. La tremenda situación por la que pasa Inlet (capaz de hacer llorar a quien sea con sólo pensar en ella), y el dolor que Will Smith logra transmitir en la escena clave, no son suficientes para conseguir llevarnos a ese paroxismo emocional que busca, al menos no narrativamente hablando (si uno piensa en la muerte de un ser querido claro que se conmueve, pero no se necesita una película para eso). Cada paso que da el guion se percibe calculado, artificial, lleno de frases que se anuncian como pedazos de sabiduría, pero que resultan genéricas. 

Desafortunadamente, ni el bonche de estrellas en los créditos de esta cinta ayudan a llevar a buen puerto a esta historia sobre la conexión, que, paradójicamente, no logra conectar sus elementos para transmitir su mensaje inspirador.

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autor Periodista, editora en Cine PREMIERE y bailarina frustrada en sus ratos libres. Gustosa del cine, la literatura, el tango, los datos inútiles y de la oportunidad de desvelarse haciendo lo que sea.
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