Kin: El legado – Crítica
La primera parte de Kin: El legado parece ser un drama indie con pulsaciones de ciencia ficción, pero guarda sus mejores cartas para el cliffhanger final.
En 2014 los hermanos Jonathan Baker y Josh Baker dirigieron un cortometraje llamado Bag Man. Su pequeño protagonista, un chico en la línea fronteriza entre la pubertad y la adolescencia, se desplazaba desde Harlem hasta un prado alejado del bullicio neoyorquino mientras cargaba una bolsa. Eventualmente se revela su contenido: un arma misteriosa. Kin: El legado se inspira en este chico y desenvuelve su historia hasta convertirla en un largometraje que respeta la estética indie y desolada del corto original.
Para ello la dupla contó con el apoyo de Dan Cohen y Shawn Levy, los productores de Stranger Things, otro contenido de ciencia ficción desarrollado por un par de hermanos. A ellos también se suma Michael B. Jordan en la tarea. Kin: El legado profundiza en el arma mencionada, explica su origen y poderío, a la vez que expone las vulnerabilidades del joven protagonista (Myles Truitt, quien hace un trabajo destacable en su primer filme) y el caótico mundo a su alrededor. Además, la película es musicalizada por la banda escocesa Mogwai lo que añade bocanadas adrenalínicas a algunas secuencias.
Eli Solisnki dedica su tiempo a recaudar metal desperdiciado en viejas construcciones para comprarse un nuevo par de tenis. En un edificio abandonado halla a misteriosos soldados muertos y un arma con poderes inauditos. Es aquí donde se nos da la primera probadita de ciencia ficción, la cual a veces se deja de lado para adentrarnos en el drama familiar del niño: es adoptado, su madre murió y su hermano mayor (Jack Reynor) acaba de salir de la cárcel.
Un trágico giro del destino lo orilla a huir en compañía de su hermano, ser perseguido por un grupo de matones vengativos y soldados espaciales sin siquiera estar al tanto. De esta manera el guion adaptado por Daniel Casey construye una historia sobre amor filial y la unión derivada de la tragedia, pero le adiciona exploraciones en torno a la pertenencia y la pérdida de la inocencia. Las escenas de acción, por ejemplo, son aún más violentas y escalofriantes porque se tiene a un chico tan joven involucrado.
La primera parte de Kin: El legado parece ser un drama indie con pulsaciones de ciencia ficción, pero ésta entra de lleno en el segundo acto. En los linderos con el tercero la cinta comienza a deshilacharse por las similitudes con Terminator en una secuencia climática que en teoría debería potenciar la emoción, pero más bien genera humor. Sin embargo, es en la vuelta de tuerca final donde recupera algunos puntos por varios motivos.
El primero es la incursión de un personaje sorpresa que revitaliza el interés en el argumento. El segundo se debe al apogeo de los elementos de ciencia ficción y el buen uso de los efectos especiales –a nivel visual, sonoro y atmosférico son deslumbrantes—. Y, el tercero, es que el filme culmina en un cliffhanger que la convierte en el planteamiento de una historia mucho más grande que no se siente como tal. Con sus aciertos y desperfectos Kin: El legado parece ser una historia sustentada por sí misma —hasta que no lo es— pero astutamente se guarda sus mejores cartas bajo la manga.
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