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Columnas

La trascendencia como defecto: Arriaga y Meirelles

22-03-2009, 3:04:53 PM Por:
La trascendencia como defecto: Arriaga y Meirelles

  Sé que mi prioridad como cronista oficial de todo cuanto acontece en las pantallas españolas hubiera sido la de acudir raudo a ver Los abrazos rotos la última y publicitadísima película de ese genio pagado de sí mismo que responde al nombre de Pedro Almodóvar. Pero hete aquí que reconociendo los meritos incuestionables de […]

 

Sé que mi prioridad como cronista oficial de todo cuanto acontece en las pantallas españolas hubiera sido la de acudir raudo a ver Los abrazos rotos la última y publicitadísima película de ese genio pagado de sí mismo que responde al nombre de Pedro Almodóvar. Pero hete aquí que reconociendo los meritos incuestionables de este gran hombre de cine, ando un poco fatigado de la sobreexposición mediática a la que se le somete, saludando la llegada de su más reciente largometraje con idéntico nivel de alborozo al que antaño se reservó al advenimiento del Mesías. Un culto a la personalidad alentado por el propio cineasta, según se deduce del testimonio de ciertos periodistas que le han entrevistado y que explican como Almodóvar exige un trato reverencial por parte de quienes son bendecidos con sus declaraciones en exclusiva.
 
Uno, que es de naturaleza descreída y tiende a mirar con desconfianza la adhesión incondicional a cualquier credo, ha optado por evitar, momentáneamente, sumarse a los fastos almodovarianos, reservándose el visionado de Los abrazos rotos para fechas próximas, cuando la euforia no cotice tan alto.
 
 
Entretanto estos días de asueto provocados por la festividad de San José, humilde carpintero y padre “por encargo divino” del verdadero Mesías, los he aprovechado para ver otras películas recientemente estrenadas a las que el masivo estreno de Los abrazos rotos ha relegado a lo mas oscuro de la cartelera, dos películas con protagonismo tangencial de mexicanos: A ciegas del brasileño Fernando Meirelles sobre el original literario de José Saramago y en la que Gael García Bernal tiene un pequeño pero significativo papel y The Burning Plain primera realización del otrora guionista Guillermo Arriaga tras la disolución del matrimonio de conveniencia que mantenía con el “Negro” Iñárritu.
 
Pero hete aquí que queriendo evitar la solemnidad de un director consolidado, me topo con dos obras falsamente trascendentes. En A ciegas, Fernando Meirelles, cineasta bienintencionado elevado a los altares merced a retratar con ímpetu videoclipero el inframundo de las favelas en Ciudad de Dios, lleva a cabo, como acostumbra, un alarde visual para ilustrar en imágenes la novela homónima del Nobel portugués sin que el humanismo de su prosa se intuya en una sucesión de fotogramas que pretenden ser sugestivos y que terminan por conformar una suerte de abstracción poética vacía de significado. Excepción hecha, claro está, de quienes hayan leído la novela que contarán con una serie de asideros desde los que legitimar una película, etérea y sin fundamento, en todo caso, para un espectador neutral.
 
Lo de The Burning Plain sin ser tan grave resulta también frustrante. Convencido de la idoneidad de plantear sus narraciones fragmentadas y sin el soporte visual que le proporcionaba el nervio visual de Iñárritu, Arriaga hereda los peores vicios del cine independiente norteamericano –aparente austeridad en la forma y falsa trascendencia en el fondo– para obsequiarnos con una narración densa, extenuante en la que, una vez resuelto el intrincado puzzle que nos plantea el director (más o menos a mitad de película) no hay motivo aparente que justifique ese volver atrás en el tiempo para ilustrar con imágenes lo que ya intuimos o nos han contado, a riesgo (como finalmente ocurre) de dilatar la narración y anular cualquier posibilidad de implicación emocional por parte del espectador, a esas alturas ya saturado de aparentes audacias narrativas que más que sorprender terminan por saturar.
 
 
Así las cosas y tras dar muestras de pereza ante el genio impostado de Almodóvar, a uno le urge volver a él en la convicción de que dicho retorno equivale a jugar sobre seguro, mi espíritu de espectador acomodaticio desprecia la aparente trascendencia de estos artefactos y demanda la sencillez de un Clint Eastwood que, con cuatro retales, nada originales por cierto, es capaz de elaborar un traje altamente vistoso, cuyo porte emociona al espectador y le hace convencerse de que la máxima originalidad reside en la sencillez artesana de los buenos profesionales, aquellos que hacen de su honestidad un referente.
 
 

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