Noches de tormenta
Una cinta que, a pesar de los intentos por parte de Richard Gere y Diane Lane, resulta descaradamente lacrimógena.
No es difícil adivinar qué nos espera al encenderse el proyector con la película de Noches de tormenta. Los elementos, como receta barata de cocina –de esas que imprimen detrás de las etiquetas en los frascos, a diferencia de las que te hereda tu abuela– se presentan, poco sutilmente, uno por uno: mujer sola y triste en necesidad de un cambio de vida se encuentra fortuitamente con hombre desolado. Una tormenta los fuerza a quedarse encerrados en el hotel que ella está cuidando y, naturalmente, en esa noche se enamoran perdidamente el uno del otro.
El problema con esta película no es el melodrama, o el que todo sea absolutamente predecible, y mucho menos Richard Gere o Diane Lane, cuya química –como comprobamos en Infidelidad (2002)– es innegable. No, el problema con este filme, es que su intención no parece ser otra más que sacarle lágrimas al público. Al contrario de la otra cinta adaptada de una novela de Nicholas Sparks, Diario de una pasión, la relación entre los protagonistas no se desarrolla ni evoluciona de una forma natural que provoque una identificación con ellos.
Los personajes cambian de parecer, de humor, de personalidad y hasta de ropa para satisfacer las necesidades de una receta que la da igual si los ingredientes guardan coherencia el uno con el otro. Aquí lo importante es que los comensales derramen lágrimas múltiples veces a lo largo de la cena, nada más. Y así, como chiquillo que patalea y gimotea en busca de la simpatía de su mamá, lo único que encuentra es una mirada incrédula de alguien que no va a caer en sus ingenuas trampas.
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