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Columnas

Si amas algo…

21-02-2009, 10:06:10 AM Por:
Si amas algo…

 El tema de la pérdida me obsesiona. Siempre me he sentido atraído por esas historias que hablan de seres extraviados, de personajes que no se hallan más porque, simplemente, no hallan o no hallaron lo que estaban buscando. Las oportunidades perdidas, sobre todo. Lo que pudo ser y no fue. Y, de alguna forma, ése […]

 El tema de la pérdida me obsesiona. Siempre me he sentido atraído por esas historias que hablan de seres extraviados, de personajes que no se hallan más porque, simplemente, no hallan o no hallaron lo que estaban buscando. Las oportunidades perdidas, sobre todo. Lo que pudo ser y no fue.

Y, de alguna forma, ése parece haber sido el tema de este jueves, tercer día de hostilidades en el festival. Para Doch (Oleg Tcherny y Erwin Michelberger, Alemania, 2006), titulada aquí como Aún perdura, los realizadores dedicaron cuatro años a encontrarse con un grupo de hombres y mujeres aquejados por el Síndrome de Tourette. Tal vez recuerden al personaje de Anne Heche en "Ally McBeal", que de repente y sin decir agua va dejaba escapar un gritito, o se contorsionaba presa de un tic que resultaba siempre bien inoportuno. En el documental, los protagonistas comparten historias y puntos de vista sobre su padecimiento, la manera en que lidian con él día con día y cómo afecta sus relaciones con un mundo que no les tiene mayores consideraciones.

Me da la impresión de que todos han perdido algo, y que durante esas semanas en que se grabó la película pudieron encontrar un lugar en donde compartirlo. La misma enfermedad —me resisto a usar el término, pero supongo que así se le clasifica— pareciera ser una especie de extravío, como si estos cuates hubieran perdido el control de esa válvula que regula la convivencia entre los humanos y que nos impide ser inapropiados, incongruentes, inconvenientes.

Pero esta espontaneidad me resulta al mismo tiempo encantadora, y tan honesta que se convierte en el aspecto más interesante de un documental más bien aburrido. Le pregunté al director, que se encontraba presente durante la proyección, si se había sentido atraído por el tema porque consideraba que sus personajes debían ser tratados como gente, digamos, normal, o si al contrario creía que su condición les da una ventaja sobre los demás para ver el mundo desde otro punto de vista, algo especial. Me contestó que, simplemente, después de años de convivir con ellos eran simplemente especiales para él. Como personas, como amigos.

Y entonces me di cuenta que, más que perder algo, quizás lo habían encontrado.

En La hora del veranoL’heure d’été (Olivier Assayas, Francia/Italia, 2008)—, la muerte de su madre obliga a sus tres hijos, dos hombres y una mujer ya bastante grandecitos, a decidir qué hacer con la casa en que crecieron y todos los recuerdos que en ella aún habitan. Sobrina de un afamado artista, la señora era además guardiana de un vasto legado, de cuadros valiosísimos y de cuadernos llenos de bosquejos que, junto con los muebles y la propia casa (una caserón en medio de la campiña francesa) se convierten ya no en motivo de discordia, sino sencillamente en una cruel disyuntiva.

Y la peli se convierte entonces en una nostálgica reflexión sobre el valor que le asignamos a las cosas, sobre lo inútiles que se antojan los apegos cuando te ves obligado a ser práctico. Me encantan las películas que, muy lejos ya del cine de fórmula, no requiere de urgencias en la trama para dejar claro su punto, para llegar a algún lado. En una película de Hollywood, esta historia habría sido sobre la amarga disputa legal sobre la herencia, el oscuro secreto de la matriarca o el abogado trácala que se quería clavar la lana, y lo terriblemente importante que era impedirlo. A toda costa.

La onda es que la vida es lo que es, y no lo que le conviene a la trama.

Algo parecido es lo que le ocurre a Wendy en Wendy y Lucy (Wendy and Lucy, de Kelly Reichardt, EUA, 2008). La cinta fue la película inaugural del ciclo Mujeres en el Cine patrocinado por ExxonMobil, una lacónica pero de todas formas intensa historia en la que Wendy, quien se encuentra cruzando el país en busca de una nueva vida en Alaska, termina varada en un pueblo rascuache de Oregon. Con muy poco dinero en la bolsa —pero con la compañía de la inseparable Lucy, su perrita—, la chica comete entonces el error de intentar salirse del súper sin pagar la comida de Lu, que no puede hacer más que aullar lastimeramente cuando ve a su ama alejarse en el asiento trasero de una patrulla. Para cuando Wendy logra volver al súper donde la dejó amarrada a un poste, Lucy ha desaparecido.

Y me resulta sumamente conmovedor el constatar ya no el amor con que la chavita busca a su amiga, que es después de todo de lo que va la historia, sino ver que, de nuevo, no es necesario hacer mayores aspavientos para poner esa historia frente a la cámara.

Eso también se ha perdido.

Wendy, por cierto, es interpretada por Michelle Williams, la güerita de "Dawson’s Creek". Y yo no pude evitar reparar en otra pérdida, esta sí irreparable, cuando pensé en Heath Ledger y la hija de ambos.

—Antonio Camarillo

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