Tarde para morir joven – Crítica
Dominga Sotomayor regresa a la nostalgia de la niñez y encuentra espacio, incluso, para el ensueño y la convención, definiendo el desenlace.
Desde el nombre de su primer largometraje, De jueves a domingo (2012), la chilena Dominga Sotomayor nos dio a entender con toda claridad que a su consciencia la habita el ocio. En el placentero transcurrir de las naderías, sus personajes ceden el protagonismo al espacio y la diversión, que resultan ser sólo el amparo de dolores callados. Mar (2014), el segundo largo de Sotomayor, se comportó de manera parecida a su debut, aunque en un tono más melancólico que se situaba en un presente insoportable. En su tercer largometraje, Tarde para morir joven (2018), Sotomayor regresa a la nostalgia de la niñez que se percibía en el primero, y encuentra espacio, incluso, para el ensueño y la convención. Escribo “incluso” porque no son elementos muy recurrentes pero sí definen el desenlace de una manera romántica, algo trillada, aunque no por eso despreciable.
Una de las imágenes casi oníricas de la película nos muestra a una perra corriendo en la primera escena. De manera más precisa, persigue un auto que se aleja mientras los niños la miran desde el vehículo. Surcando el polvo y jadeando, la perra se queda atrás. No es claro si el abandono es voluntario o si se trata de un error que los niños son incapaces de reclamar, pero la melancolía es evidente y sugiere los temas de la película: en el viaje, en la vacación, algo nuestro se queda atrás. No será sino hasta el desenlace que veamos otra imagen similar, cuando un caballo envuelto en humo cierre este largo paréntesis que encierra la transformación del personaje más recurrente, Sofía (Demián Hernández), y su aprendizaje sobre las ilusiones y su estrecha relación con nuestros fracasos.
Una nota antes de seguir: es inconsecuente la transgeneridad del actor Demián Hernández. Su transición comenzó después del rodaje, y más que discutir en esta reseña si afecta o no en lo estético —no lo hace en absoluto—, hay que aceptar en las casas, en los bares, en los cafés, su beneficioso impacto en lo cultural: el de la inclusión.
Sofía y su familia se van de vacaciones para recibir el año nuevo en la naturaleza. Es 1990 y la importancia de las fechas no se refleja tanto en lo político —ese año terminó la dictadura de Augusto Pinochet—, sino en el sonido que atraviesa el tiempo con canciones como “La Pachanga” y “Eternal Flame”. Una lectura politizada del filme podría asumir que las familias en pantalla tienen el ocio y la ambivalente felicidad a su alcance porque representan el auge democrático de su nación, pero Sotomayor no parece interesada en ese tema. Sí hay una escena muy política en la que reaparece la perra del comienzo: unos niños de clase baja la han encontrado y adoptado como su mascota, y su dueña original, una mujer famosa, ofrece dinero para recuperarla, aunque no sin denotar cierta culpa. Quizá si consideramos la época y la acción, podemos asumir que Sotomayor nos muestra la supervivencia de la opresión a la dictadura: sólo cambió de forma.
A pesar de sus fragmentos sobre el amor, la madurez, la desilusión, la separación y la desigualdad, Tarde para morir joven se centra, como ya lo adelantaba al comienzo, en el ocio. Sofía y su familia y amigos tienen cada cual sus historias pero no hay un énfasis en contarlas sino en observar cómo se entrelazan y se disgregan. Los cuadros, muchas veces, no pertenecen tanto a los personajes como a los símbolos de la vacación: el sol, que lo revela todo al taparlo con su manto sedoso y traslúcido; las cicatrices, que cuentan historias escritas en la piel; los viajes en moto, que permiten al pasajero sublimar un deseo íntimo en un abrazo obligado; la sandía, que humedece la boca y adhiere los labios. Película de momentos y sensaciones, Tarde para morir joven se expresa más a menudo en la evocación sensorial, pero, de manera contradictoria, hacia el desenlace muestra una inesperada ambición de relatar.
Si hasta el comienzo de una fiesta, y un posterior incendio, las escenas eran breves y deshilvanadas como la memoria, durante estos dos eventos el ritmo cambia y Sotomayor comienza no sólo a anudar tramas que antes había sugerido nada más: se rinde al fantasma de John Hughes. En la secuencia de la fiesta los clichés abundan, con un corazón roto y un amante despreciado por feo y por torpe, que espera, iluso, curar la herida ajena. En el incendio es rescatada una familia no del fuego sino de sí misma, y aunque Sotomayor sí cuida la ambigüedad, es claro que de repente se desvió hacia lo convencional.
Dependiendo del espectador, uno puede enternecerse o molestarse con estas decisiones —en cada ocasión en que vi Tarde para morir joven, yo fui ambos—, pero no hay forma de ignorar el resto del filme y su grandeza nostálgica que, cuando se rehusa a narrar, nos sugiere el recuerdo. ¿Para sanar, para huir del presente? Tal vez. Sotomayor no nos esclarece sus intenciones ni necesita hacerlo porque con ellas, sin importar cuáles sean, nos recuerda la necesidad ineludible de hacer nada.
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