Tigre blanco – Crítica de la película nominada al Óscar

Entre los largometrajes nominados en las categorías principales del Óscar 2021, hay uno en particular que parece heredero espiritual de Parásitos, cinta receptora de los mayores honores en la edición pasada de la magna premiación. Se trata de Tigre blanco, una película dramática de Netflix que si bien únicamente compite en la terna de Mejor guion adaptado (con pocas probabilidades de alzarse victoriosa) acumula grandes elogios e incluso llegó a liderar los ratings de la “N” roja en más de sesenta países. Cuenta la historia de un empobrecido pero esperanzado campesino que se pone al servicio de una familia adinerada, sólo para toparse con un muro infranqueable hacia una vida digna. Y similar a lo que ocurre en la galardonada cinta de Bong Joon-Ho, extremas repercusiones emergen de la tajante división entre los de arriba y los de abajo.

En los primeros minutos de la película, descubrimos que “tigre blanco” —un espécimen que aparece una vez cada cien años— es el mote con que un inspector escolar decide referirse al personaje principal de esta historia: un niño llamado Balram que vive en una marginada aldea de la India contemporánea y cuya inteligencia podría permitirle estudiar becado en la capital. Pero en lugar de eso, se ve obligado a abandonar la escuela y laborar en una tienda de té, conforme a los duros mandatos matriarcales de su abuela. Pasa el tiempo y un veinteañero Balram finalmente logra abandonar el nido para probar suerte en la ciudad, a modo de chofer y sirviente de un abusivo terrateniente. Así comienza el verdadero viaje del protagonista hacia una nueva comprensión del mundo; un arco de transformación radical que deviene una de las mayores fortalezas narrativas de este largometraje.

Volviendo a Parásitos, recordemos que los Kim ingresan a la lujosa casa de una familia pudiente con clara intención de engatusar y exprimir la cartera de sus empleadores. Hay también algo de engaño y manipulación en cómo Balram termina trabajando para miembros de una clase alta, aunque a diferencia de los astutos surcoreanos, su disposición a servir no es una mera fachada. Tigre blanco plantea que los sirvientes indios viven atrapados en el “gallinero”, es decir, viven con miedo a ser libres y prefieren mantenerse sumisos, a pesar de ser maltratados y mal pagados. Este conformismo cimienta tan adverso status quo al que Balram estuvo forzado a alinearse desde pequeño; en consecuencia, él acepta que la manera definitiva de prosperar es someterse a los caprichos de aquellos favorecidos por el sistema. Pero esto cambiará pues, a fin de cuentas, él es un tigre blanco.

Cabe mencionar que Tigre blanco no avanza en un sentido lineal, sino que pasado y presente se intercalan a lo largo de la película. Su estructura asemeja a la de Forrest Gump y El gran pez, si bien la historia que cuenta —también sobre una suerte de prodigio en espera de demostrar todo su potencial— no resulta nada benévola en comparación. Es el mismo Balram quien narra su dificultosa vida pasada desde un momento de inexplicable estabilidad económica. Dentro de las primeras secuencias, él se nos presenta como un emprendedor exitoso, aunque con un enigmático historial criminal. No parece la persona optimista que iremos conociendo a través sus recuerdos, en parte por su mirada fría y calculadora. Y esta diametral distinción avala el impecable trabajo actoral de Adarsh Gourav, quien asume con enorme carisma la matizada y mutable personalidad del protagonista.

El norteamericano Ramin Bahrani dirige y escribe el filme con base en la novela The White Tiger de Aravind Adiga. Debido a su pertenencia al género epistolar y en particular a su narración en primera persona desde la perspectiva de Balram, no extraña que dicha obra literaria haya inspirado una adaptación caracterizada por una recurrente voz en off. Se trata de reflexiones y datos complementarios —justificados narrativamente por los correos electrónicos donde el protagonista vierte su historia— que en su mayoría enriquecen los flashbacks materializados en pantalla. Sin embargo ello no evita que sea un recurso del cual el público podría percibir cierto abuso.

Por otro lado, el uso de la voz en off es congruente con el estilo de la película de principio a fin, aunado a que combina a la perfección con su ritmo acelerado (escasean en el guion las escenas relativamente extensas). Asimismo, a partir del evento que torna la historia de Balram “mucho más oscura”, como él mismo expone en su calidad de narrador, Tigre blanco es más permisiva respecto a que las imágenes hablen por sí solas.

Un punto curioso de la película es su alusión a la aclamada Quisiera ser millonario. Declara Balram: “Estaba atrapado en el gallinero. Y no creas ni por un segundo que hay un programa de juegos de un millón de rupias que puedes ganar para salir de él”, como para recalcar la diferencia entre ambas producciones que exploran —cada una a su manera— los estratos bajos de la sociedad india. Mientras que Danny Boyle vuelve circunstanciales la criminalidad y la pobreza en una feel-good movie donde el amor triunfa por encima de todas las cosas, Tigre blanco inmediatamente manifiesta su naturaleza crítica con una pizca de simbolismo. La secuencia inaugural pone énfasis en una estatua de Mahatma Gandhi marchando, hasta que la cámara centra su atención en una camioneta que además de avanzar en dirección opuesta al gran libertador, va velozmente encaminada al desastre.

Con actuaciones sobresalientes y un montaje cautivador, la película nominada al Óscar Tigre blanco da fe de cómo el espíritu más noble paulatinamente se ensombrece dentro de un sistema corrompido. Así se adopta y quizá se lleve hasta sus últimas consecuencias una filosofía que (con aire macabro) fuera expresada en la cinta mexicana Un mundo maravilloso: «Más vale un día como ricos que una vida de pobres».

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Antonio G. Spíndola Tengo muy mala memoria. Por solidaridad con mis recuerdos, opto por perderme también. De preferencia, en una sala de cine.