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Varda por Agnès: El adiós-bienvenida de Agnès Varda

06-05-2021, 3:35:25 PM Por:
Varda por Agnès: El adiós-bienvenida de Agnès Varda

La última cinta presentada por Agnès Varda, antes de fallecer en marzo de 2019, es un generoso autorretrato enfocado en lo que convertiría a la cineasta en leyenda: su forma de mirar el mundo.

La última película de Agnès Varda está muy lejos de ser un adiós. No está hecha para ser la última de las entradas que se enlistan de forma lineal en IMDb, ni para servir de punto final paralizante, después del cual sólo hay silencio y créditos que se van para siempre a negros. No: Varda por Agnès, el documental que la cineasta presentó antes de morir a los 90 años en marzo de 2019, es más bien una bienvenida. 

Tiene sentido: el primer encuentro de la realizadora con el cine a principios de los años 50 tampoco fue un “hola” común. Una veinteañera Agnès Varda hizo su primer filme, La Pointe Courte (1954), cuando no había visto ni siquiera 10 películas, según ella misma confesó después (El ciudadano Kane era una de las pocas que conocía). Fotógrafa de profesión y con estudios en historia del arte, las pulsiones artísticas que la inclinaron a tomar la cámara cinematográfica fueron muy distintas a las de sus colegas franceses de la posguerra, quienes habían alimentado su cinefilia leyendo o admirando a los grandes señores del neorrealismo italiano: Luchino Visconti, Vittorio De Sica y Roberto Rossellini, entre otros. 

“Este filme me recuerda a La Terra Trema, de Visconti”, le dijo alguna vez el editor de La Pointe Courte a Varda. Su nombre era Alain Resnais y pronto se convertiría en uno de los cineastas franceses que, junto con ella y nombres como Chris Marker, Henri Colpi y otros, formarían el llamado grupo de cineastas del “Rive gauche” (orilla de la izquierda). Representarían a un clan de artistas visuales cuyos intereses estaban más alineados al documental, a la política y, sobre todo, a la literatura. La respuesta de Agnès al comentario de su colega fue simple: “¿Quién es Visconti?”. 

Varda por Agnès

Puede que su ópera prima contara con elementos neorrealistas –rodaje en locación, uso de actores no profesionales, retrato de la vida cotidiana de los locales, etc.–, pero lo cierto es que Varda se había topado con el cine mientras estaba fuera del cine. Sus inspiraciones y motores se encontraban más bien en sus obsesiones literarias (William Faulkner, en especial) y, sobre todo, en su deseo de explorar aquello que hasta ese momento no había podido tocar, ni en los estudios teóricos de las imágenes ni en la foto fija: el tiempo. 

“La aguda sensación del paso del tiempo, así como la erosión de los sentimientos que nos oxidan y deterioran; las humillaciones no digeridas y heridas que no han cerrado. Para las heridas del alma, la fotografía no era suficiente”, escribió ella misma en su libro Varda por Agnès, publicado en 1994 en conjunto con Cahiers du Cinema. “La fotografía me parecía ya demasiado muda. Me recordaba un poco a eso de: ‘sé bella y quédate callada’”.

Eventualmente, el cine y la fotografía fija se volverían complementarios en la vasta y muy variada filmografía de Agnès Varda: una obra siempre curiosa, jovial, definida por las inquietudes personales de una artista y no tanto por las tendencias hegemónicas de la ficción y la industria. Eso no impidió, sin embargo, que también las reinventara: La Pointe Courte, con su relato de una pareja en crisis que visita una comunidad pesquera, se le adelantó por cinco años a Francois Truffaut y a Jean-Luc Godard y se convirtió en la precursora de la Nouvelle Vague

A partir de entonces, Varda inventaría su propia existencia creativa, haciendo uso de la actividad más revolucionaria de nuestros tiempos: el divagar, el caminar. Lo hizo fuera del cauce de su tiempo, a veces delante de él, a veces unos pasos a la izquierda. Fue la “abuela” de la Nueva Ola francesa a los 30 años, pero también la que, a los 72, corrió a comprar una cámara digital Sony en un aeropuerto de Tokio en cuanto supo de su existencia. Fue la que prefirió explorar los rostros de espigadores, pescadores y hasta de sus propios vecinos; pero también la que aventó a Robert De Niro a un estanque. Fue la artista visual que en el nuevo milenio encontró felicidad en los museos, y también la que asistió a su primera exposición en la Bienal de Venecia disfrazada de patata. Fue la cineasta radical que ganó el León de Oro en 1985, pero también la que recibió un Óscar (honorario y tardío) hasta 2017. Fue el alma joven que abrió una cuenta de Instagram a sus 90 años –a pesar de estar perdiendo la vista–, y también la que nunca hizo dinero con sus películas.

“Tengo que hacer cintas de la forma en que las siento”, le dijo a The Guardian en 2018, durante una de sus últimas entrevistas. “Nunca adapté un libro famoso, y raramente trabajo con actores famosos. Una vez tuve a Catherine Deneuve en una película llamada Les Creatures. Fue mi más grande fracaso en taquilla. No me identifico con el éxito. Recibí mi Óscar honorario con modestia y alegría. Fue interesante saber que existo como cineasta en Hollywood, aunque nunca he hecho un blockbuster”.

Siempre inquieta, difícil de encasillar y juguetona, Agnès Varda ahora nos dice adiós con un irresistible “hola”. 

Varda por Agnès

Las playas de Agnès

Papel picado, calaveritas de azúcar, cazuelitas de barro y un gran ramo de flores de cempasúchil adornaban la tumba de Agnès Varda y del realizador Jacques Demy –su esposo y compañero de vida durante 28 años– a inicios de noviembre de 2019. La imagen que sirvió de evidencia fue compartida en redes sociales por la hija de la realizadora, Rosalie Varda, quien acababa de regresar del Festival Internacional de Cine de Morelia (FICM), en donde se homenajeó la filmografía de Agnès y se presentó la cinta Varda por Agnès. “Mi mamá tuvo un vínculo afectivo muy fuerte con México”, recordó Rosalie, durante de la presentación. “He viajado a los lugares que eran importantes para ella y por eso debía venir aquí”.

Fue la misma Rosalie Varda quien convenció a Agnès de hacer de su última película una suerte de clase magistral: una cátedra que documentara sus reflexiones sobre su propia filmografía, sus métodos, el cine, la imagen y el arte en general. Sin embargo, el documental-autorretrato Varda por Agnès –que tomó el mismo título del libro que publicó en 1994– está lejos de ser un producto intelectual, elitista y aleccionador. “Le dije que era importante que esta cinta también pudiera ser vista por quienes no conocían su filmografía”, nos dijo Rosalie, quien fungió como productora de las dos últimas cintas de Agnès y también como directora artística de la compañía que ésta fundara en 1975, Ciné-Tamaris.

“No es una película para los profesores, los intelectuales o los cinéfilos. Es una cinta para compartir de qué forma se construye la creatividad, como si fuera un rompecabezas”, explicó Rosalie.

En el documental, Agnès deambula, nuevamente, y se convierte en una guía cálida y generosa de su propia obra. Ahí habla sobre las inquietudes que la han definido: desde lo que considera la pesadilla de un cineasta (“una sala de cine vacía”), hasta la “cinescritura”, término que ella misma acuñó para referirse a todas las decisiones que dan forma “o escriben” a un filme: desde el diálogo, la composición y la edición, hasta la elección de actores, locaciones y música (“En la escritura se le llama ‘estilo’. En el cine es ‘cinescritura’”, señaló en su libro). Asimismo, la cineasta explora las preocupaciones estéticas detrás de sus filmes más conocidos –Cléo de 5 a 7 (1962), Sin techo ni ley (1985), Los espigadores y la espigadora (2000), Rostros y lugares (2017)–, y también de algunos que no lo han sido tanto, como Jane B. For Agnès V. (1982) o Kung-fu master! (1988).

Varda por Agnès

Sobre todo, el comentario que Varda hace sobre sí misma se enfoca en lo que la volvió una referencia e inspiración, es decir, en su forma de mirar. “Es una película más bien destinada a que se comprenda un poco el arte, pero en todas sus manifestaciones”, nos comenta Rosalie. “La idea no es dar una lección o un adoctrinamiento, sino tratar de dar a los demás el deseo de mirar de otra manera. Ella era una autodidacta y siempre dijo que no porque uno tuviera estudios de cine se volvía un director. No por tener una cámara uno se vuelve fotógrafo”.

“Nada es banal si se graba con empatía y amor”, dice Varda en la pantalla, mientras le habla a la audiencia de la vez que, muy emocionada, tomó su cámara digital y la usó como una herramienta de conexión: una forma de hablar con las personas sin el peligro de asustarlas con un equipo estorboso. Para ella, entender la realidad y a los lugares –un elemento clave en su cine– sólo era posible si se entendía a las personas que los habitaban.

“Creo que estamos hechos no sólo de los lugares en donde vivimos, sino de los lugares que amamos”, expresó en el libro de 1994, pero en la cinta lo reitera de forma más poética. “Si abriéramos a las personas, encontraríamos paisajes adentro. Si me abrieran a mí, seguramente encontrarían playas”.

Rosalie Varda, hija de Agnès Varda, durante la presentación del documental en el FICM.

Reciclar para la imaginación

Sentada frente a nosotros, Rosalie Varda porta un pin en el que se alcanza a leer “50/50”, la insignia del colectivo francés que hace dos años organizó la marcha de las 82 mujeres en el festival de Cannes –liderada por Cate Blanchett y Agnés Varda–, y que tiene como objetivo luchar por una mayor representación femenina en la industria de cine francesa. “Soy parte del colectivo”, nos confiesa, tan sólo horas antes de la proyección en el FICM de Una canta, la otra no (1976), el musical que nació de las propias luchas feministas de su madre en los años 70. El filme de ficción explora la amistad de dos jóvenes, Suzanne y Pomme, quienes experimentan lo que significa ser mujer en aquellos años, atravesados por los movimientos feministas.

“Agnès hizo Una canta, la otra no después de momentos muy importantes en Francia, puesto que se obtuvo el derecho a la anticoncepción y luego el derecho al aborto gratuito en hospitales. Ella tuvo la idea de hacer esa película porque ella misma formó parte activa de todos esos movimientos”, nos comenta Rosalie, quien está consciente de que la frase que cantan los personajes en el musical –“¡Mi cuerpo me pertenece a mí!”– sigue siendo un grito de lucha en muchos países, incluido México. “Sólo se puede así, avanzar día con día. La anticoncepción nunca dejará de ser una lucha, ni la violencia, ni el aborto. Siempre habrá que estar luchando, subiendo la cuesta de los siglos”.

Varda por Agnès

Como mucho del cine de Varda, Una canta, la otra no cambió el discurso: mostró a la alegría, la vitalidad, la hermandad y la risa como elementos que, junto a la digna rabia, también son parte del feminismo, a menudo malentendido como una agresión despechada. De hecho, resulta imposible separar la vivacidad y el júbilo que siempre caracterizaron a Varda de sus logros revolucionarios. De su paso por la historia del arte es posible concluir que hay mucho de rebeldía en el gozo, en el juego y, sobre todo, en cierto tipo de vagabundeo. Se trata de una capacidad de deambular física, mental y creativamente para inventar una existencia nueva, fuera de los esquemas verticales, patriarcales, hegemónicos y excluyentes. “Quiero ser recordada como una cineasta que, sobre todo, disfrutaba de la vida, incluyendo el dolor”, le dijo Varda a The Guardian. “Lo que pasa en mis días –trabajar, conocer personas, escuchar– me convence de que vale la pena estar viva”. 

Mantener algo vivo se convirtió eventualmente en la especialidad de Varda, pues amaba el arte de reciclar; desde las papas rechazadas en una cosecha –de donde que surgió su instalación artística Patatutopia–, hasta sus propios negativos cinematográficos, con los que fabricaba pequeñas chozas colocadas en museos. “El reciclaje trae alegría, porque todo se transforma para la imaginación”, expresa la cineasta, para quien basta con mirar de forma distinta a un objeto para comenzar a reciclarlo. 

La misma Varda por Agnès tiene algo de esa magia. Así como el reciclaje no es más que la transformación de algo para otorgarle un nuevo significado, Agnès Varda recoge su última lección y la convierte en un saludo: una continuación que nos abre la puerta hacia el inicio, en un ciclo vardiano sin fin. Es como si la creadora quisiera compartirse una y otra vez con aquellos que no la conocen, invitarlos a pasar por los siglos de los siglos, con el mismo mensaje: no vas tarde, has llegado justo a tiempo.

 

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autor Periodista, editora en Cine PREMIERE y bailarina frustrada en sus ratos libres. Gustosa del cine, la literatura, el tango, los datos inútiles y de la oportunidad de desvelarse haciendo lo que sea.
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