Vivir deprisa, amar despacio – Crítica
Un relato entrañable y amoroso, que evita los recovecos melodramáticos en los que el filme pudo haberse quedado.
Otra revisión de los años 90, ésta desde la perspectiva de la muerte, el deseo, la enfermedad, el amor y la amistad con un tema abordado con sutileza y vitalidad a pesar de moverse en los frágiles terrenos de las películas de romance y los clichés que conllevan. El cineasta francés Christophe Honoré entrega una cinta de ambientación bien cuidada y una narrativa que profundiza en las individualidades de la pareja protagónica más que en el romance que se suscita entre ellos a pesar de ser éste el elemento unificador de una historia contada con calidez.
Vivir deprisa, amar despacio lleva en el título en español el meollo del asunto: la urgencia del tiempo contado debido a una enfermedad terminal pero con el goce del amor intenso y disfrutado en el cruce repentino y esporádico de dos vidas que se encuentran con intensidad.
Honoré, un cineasta caracterizado por su irregularidad, sitúa su historia en 1993 y se centra en dos hombres de edades y condiciones diferentes: el escritor de 35 años Jacques (Pierre Deladonchamps) y el estudiante de 22 Arthur (Vincent Lacoste). El primero tiene sida, enfermedad entonces incurable aunque ya no señalada por los terribles estigmas ochenteros, y el segundo, quien tiene novia, está despertando hacia una homosexualidad hasta ese momento inexplorada.
Hasta que conoce a Jacques en Rennes, donde el autor ha llegado a ver la puesta en escena de una de sus obras y Arthur es un estudiante universitario.
A partir del eterno encuentro entre eros y thanatos, es decir, la sexualidad y la muerte como extremos que simbolizan el principio y el fin, Honoré construye un relato entrañable y amoroso, pero con la inteligencia suficiente para no enfrascarse en los recovecos melodramáticos a los que el filme pudo haberse desbarrancado.
Lejos de eso, el personaje de Jacques, consciente de que tiene los días contados, aprovecha al máximo la oportunidad del fugaz pero revitalizante amor de verano que encuentra en el joven Arthur. Éste, en el camino de hallarse a sí mismo, acepta sin escandalizarse las posibilidades que le ofrece la madurez de Jacques para seguir el arduo camino de crecimiento. Honoré consigue que en esta historia romántica el romance no sea lo más importante sino cómo toca y transforma a los personajes, quienes para cuando se han encontrado ya han establecido quiénes son y cómo interactúan con su entorno. Y esos elementos se mantienen cuando se relacionan con el ex de Jacques o con la novia de Arthur.
Pero, sobre todo, con el hijo del que Jacques comparte custodia y con los hombres con los que Arthur se va encontrando en este despertar a un ejercicio distinto de su sexualidad reafirmando una vez más los extremos en los que ambos hombres se encuentran.
Las actuaciones de Deladonchamps y Lacoste son sobresalientes. Ambos pudieron haber caído en una ridícula caricatura, pero dan a sus personajes los toques necesarios para evitarlo. La madurez y exagerada sobriedad del escritor se aderezan con ternura y la consciencia y aceptación absoluta de su muerte inminente. Mientras la impulsividad y tozudez del estudiante se aderezan con una profundidad que subyace en su aparente indiferencia.
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