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Cine

Verano 1993 – Crítica

19-04-2018, 3:18:17 PM Por:
Verano 1993 – Crítica

La directora Carla Simón se asoma a su infancia y filma la mejor película que se ha hecho en España en los últimos cinco años.

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El paso de la etapa de la infancia a la que continúa en la escala de la vida, que no necesariamente es la adultez pero se aproxima a ella, jamás podría calificarse de suave.

A mí me ocurrió a los trece años, cuando bebí unos tragos de ron en una fiesta y mi madre, al percibir mi aliento, me condujo muy seria a mi cuarto y allí me contó, con lujo de detalle, los estragos que la dipsomanía había causado en varios de nuestros familiares. Por si fuera poco en ese mismo año una compañera de banca llamada Sandra tuvo el “honor” de romperme el corazón por vez primera. A partir de entonces ya nada fue igual. El mundo dispuesto en mi entorno, antes colmado de risas, clases de piano, amigos, partidos de futbol y una envidiable colección de muñecos de He-Man se convirtió en un sitio que, aun sin que se despojase de las cosas que me agradaban, comenzó a rezumar pequeñas dosis de hostilidad y caos hasta entonces imperceptibles.

Ciertamente, ni los padres más amorosos pueden prepararte para la aprensión provocada por la toma de conciencia de las leyes que rigen el juego de existir, ni de su desesperante inevitabilidad. Incluso el infante más sermoneado tarde que temprano perderá la inocencia. En su lugar hallará un dolor hasta entonces desconocido, una pena que, por su profundidad y contundencia, tendrá que asimilarse de a poco. En mi caso, como ya he dicho, le debo este primer cruce de fronteras al primer desamor y a una progenitora que quizá pecó de preocupona y de realista. Ahora sé, sin embargo, que fui muy afortunado, que este salto de una fase a otra pudo haber sido bastante peor, procurado por circunstancias mucho más trágicas y angustiantes que las que a mí me tocaron.

En todo caso, pues, mi sufrimiento no se puede equiparar al de Frida (una inolvidable Laia Artigas), la niña que inunda la pantalla en Verano 1993 y cuyo rostro se queda marcado en la cabeza con la insolencia de un trauma. Hay que aclarar que los dramáticos hechos que ocurren en el filme abrevan directamente de la vida de la directora, Carla Simón, y es quizá por ello que al abordar la historia de Frida, es decir, de ella misma, apuesta por un tono sobrio y directo.

Cada fotograma está impregnado de una honestidad tal que a ratos uno siente que observa una cinta documental. Es como si más que contar una parte de su vida Simón hubiese querido reajustarla a base de mostrarla, aun a sabiendas de que ese fragmento de su infancia siempre será un rompecabezas imposible, armado una y otra vez entre un banco de niebla. En esta ecuación el espectador juega, además, un rol imprescindible. Sabemos que Frida se ha quedado sin padres, razón por la que ha dejado de vivir en Barcelona y se ha desplazada a la campiña catalana, específicamente al hogar de sus tíos, quienes han tomado la decisión de adoptarla. Pero no se nos dice mucho más.

Asimismo, tampoco hallaremos música incidental que nos predisponga hacia cierto tipo de emociones, ni cortes rápidos que agilicen y ordenen la dirección de lo narrado. Si logramos armar el conjunto es gracias a las pequeñas piezas que se nos otorgan por aquí y por allá: una entrañable y sencilla escena de baño entre Frida y su prima Anna (Paula Robles); aquella secuencia en la que sus tíos Esteve (David Verdaguer) y Marga (Bruna Cusí) tienen una malentendido en la cocina; esa otra parte en la que Frida se lastima la rodilla jugando en un parque y la madre de su amiga que le ordena que se aleje inmediatamente de ella.

Este código de darle más peso no a lo que se dice sino a lo que se expresa funciona a la perfección a la hora de conectar al espectador con la congoja de Frida. Comprendemos el nivel de desesperación e impotencia que la inundan en este intento por adaptarse a una nueva vida, una que nunca quiso ni solicitó. Así puede leerse en los repentinos y constantes cambios de humor a los que sucumbe, en sus escapadas para ver a la virgen del bosque, en la prisa con la que camina hacia el estómago de la noche frente a la cámara de Santiago Racaj, quien seguramente se vio más de una vez Pixote, de Héctor Babenco, y Los 400 golpes, de Truffaut, y quien sabe con exactitud en qué momento debe acercarnos al rostro de la niña y cuándo retratarla a la distancia.

Simón, por su parte, atina en no ser indulgente con Frida –es decir, consigo misma– y mostrar que el crecer, incluso bajo circunstancias tan terribles, posee bastante más que sólo dolor: en el proceso también hay momentos buenos y agradables, cargados de gozo, salpicados de esperanza. Pese a su procedencia geográfica, en Verano 1993 los colores Almodóvar y los efectismos a lo Bayona brillan por su ausencia. Tampoco pasaron por allí el Bardem, la Cruz o el Banderas y sin embargo se trata de la película más bella y valiente que ha surgido de la península ibérica en el último lustro. Tanto que el Oso de Plata por Mejor Ópera Prima en la Berlinale 2017 y los tres premios Goya que recibió saben a casi nada.

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